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domingo, 25 de noviembre de 2012

Momentos biográficos




Justel, frente a la casa de la Faviana, al lado de la Iglesia. Foto. M. Estrada

Momentos biográficos

Queridos amigos:

Es cierto que a menudo hacemos un mundo de la cosa más nimia, pero también es verdad que, en ocasiones, la cosa más nimia se apodera de nosotros y nosotros, que distamos de ser genios, nos hacemos la picha un lío (tal vez no debiera decir estas cosas, que son “grande pecado”). Veréis, el lío empezó el día en que me sucedió la ventura de tener que poner en la solapa unos apuntes biográficos, no en la solapa de la chaqueta, por supuesto, donde en tiempos no lejanos los chulos ponían una flor, salvo un tal José Miguel que, llegado de Buenos Aires, traía la flor en el culo. Me refiero a la solapa de los libros, que es donde se exhibe el santoral, con la letanía de Nuestra Señora y  los misterios gozosos del rosario. Así, me ocurrió que, tomando en las manos el bolígrafo -aún no había llegado el tiempo de experimentar con ratones-, quise poner sobre el papel el lugar de mi nacimiento y... mirad, mirad, amigos, cómo se complicaron las cosas.

En cuanto al resto del relato... No sé, son hechos normales en el desarrollo de un niño al que le hayan dado a mamar de cuatro tetas, al que le hayan prohibido la lectura a los tres años de edad, al que hayan separado de la inestimable compañía de los árboles y los pájaros para someterlo, bruscamente,  al silencio escrupuloso de un internado de dominicos.

PD: que nosotros hagamos un mundo de la cosa más nimia y que la cosa más nimia se apodere de nosotros, puede parecer que es exactamente lo mismo. Para airear la distancia entre ambas cosas voy a deciros lo que me contestaba mi madre cuando yo, mimosa y zalameramente, le hacía la siguiente declaración:
-Mamá, me duele la cabeza.
-Pues duélele tú a ella, hijo, y así estaréis en paz.

Momentos biográficos

El hecho de nacer en Justel, donde nací,  y no en Muelas de los Caballeros, donde mis padres me llevaron a vivir cuando aún era un mocoso, no tiene relevancia ninguna, porque, como dice el escritor argentino Jorge Luis Borges, La puerta es la que elige, no el hombre. Y, en todo caso, otros eligieron por mí, fueran puertas borgeanas, imperativos geográficos, determinismos divino-antropológicos o la firme voluntad de mis padres, en la cual no creo demasiado por pura aplicación de la lógica. ¿Cómo iban ellos a decir: este niño va a nacer en Justel, pero queremos que nazca en Justel, siendo que no había alternativa a esta evidencia? Podría haber ocurrido, no lo niego, pero ¿cómo hacer un acto de afirmación sobre lo obvio sin una causa precisa? Seguro que, detalles como éste, a mis padres les pasaban desapercibidos.

Sea como fuere, lo cierto es que nacer en Justel y trasladarse a Muelas tan pronto, siendo lugares tan pequeños y tan cercanos -apenas seis kilómetros de distancia-,  sólo acarrea inconvenientes a la hora de esbozar esos apuntes de biografía que requieren las solapas de los libros. Porque decir: “soy de Muelas de los Caballeros” no aclara mucho las cosas, pero decir: “nací en Justel, aunque mis padres me trasladaron a Muelas de los Caballeros siendo aún un pimpollo”, ¿no es una pormenorización excesiva e incluso una vana minuciosidad?

Pentes dice que no. Y como Pentes es de Justel, si bien no sale de Muelas, no tolera que me proclame de Muelas siendo que he nacido en Justel. ¿Y qué soy yo, entonces, para Pentes, un traidor, un renegado, un desagradecido? Pues no, señor, soy “un cabronazo de la hostia porque, me cago en ningún dios, Marito, tú no puedes hacerle esto a tu pueblo, que tú naciste en Justel, mamón, en pleno barrio de arriba, en la casa donde hoy vive Honorino, el de la Pillana”. (Donde dice Pentes, vale decir José Vicente. En cuanto a mí, en Justel siempre me han llamado Marito).

Pero, claro, desde este luminoso Mediterráneo, donde tengo actualidad domiciliaria -en el concreto lugar de El Montiboli, de la ciudad de Villajoyosa-, ¿qué más da Justel que Muelas de los Caballeros, si ambos se funden y se confunden,  si ninguno de los dos merece un nombre en el mapa general de carreteras del Ministerio de Fomento y todo se resuelve en un pequeño rincón figurativo en el que tanto monta Muelas como Justel? Sin embargo, si tienes que acudir de vez en cuando a las ventanillas de la Administración, sean estatales o autonómicas, tampoco te quedan más narices que entrar en los detalles y concretar exactamente los topónimos, como haces con el nombre y los apellidos, no valiendo elusiones de esta guisa: “Soy de un pueblo pequeño de la Carballeda”, porque seguro que te van a preguntar: “¿Cómo se llama?” Y tú no puedes salir por la tangente diciendo que Mariano. Porque, mira, suponiendo que te traten de usted, tú silbas muy mal, Suecia está muy lejos y en Zamora cantan mucho los nórdicos.

¡Ah! ¿No había dicho aún que Zamora es la provincia afortunada, es decir,  la elegida por los dioses para contener a estos dos pueblos carballeses para mayor gloria del mundo? Pues sí, a Zamora le cabe ese aleluya de gozo, como le caben otras muchas cosas, pero esas cosas la huyen y la rehúyen y no la quieren llenar porque aseguran que es muy pobre muy pobre, y también muy profunda muy profunda, y que está muy cercada muy cercada... “Usted no, señor, su pueblo. ¿Cómo se llama su pueblo?”.

A propósito, ¿cuántos habitantes tiene tu pueblo, Mariano? –me preguntan indefectiblemente los curiosos.
-¿Cuando estoy yo? –acostumbro a responder, disfrazando de banalidad lo que es realmente una tragedia. (Téngase en cuenta que la emigración ha llevado a los pueblos de este tipo a una auténtica ruina demográfica, ya que no directamente a la muerte).

Pues bien, a este hermoso rincón del Noroeste de España, bordeando la humildad y el espesor del frío, yo llegué en el rabión de una tormenta que, en el año  1947, se extendió por el  paisaje. Y apagó la luz, supongo, ya que mis vivencias de leche se han hundido en la sombra, pese a la amplitud temporal de mi lactancia en la que, dicen, chupé del pezón de cuatro tetas. Por eso tuve dos madres, y, aunque es cierto que madre sólo hay una, la segunda se llamaba María Antonia, la Faviana, mujer de mucho empuje, a  la que he querido siempre y a la que he guardado respeto y gratitud, a pesar de otra leche que me dio, ésta en la mejilla, un día en que, tras mucho tiempo sin vernos, pretendí saludarla con la mano. “¿A mí me das la mano, mamón, a mí, que te he dado la teta?”.

¿Fue una salida de lugar, de tono? No, fue una salida de la Iglesia, a plena luz del sol, después de la misa interminable de un domingo próximo al verano. El día era radiante, la gente estaba de pie,  pulcramente mudada, sin otra cosa que hacer que fomentar el cotilleo elemental y defenderse, tal vez,  de las presiones del botón de la camisa, a las que los hombres de los pueblos no se acaban de acostumbrar: “Vaya hostia, muchacho, ni el cura las imparte de ese calibre”. Pero ella, que sopesaba otras leches anteriores,  mucho más profundas y nutricias, me sujetó por el cuello, tiró con fuerza de mí,  me arrastró hacia sus labios y, poniendo las cosas en su sitio,  me estampó un beso de madre de los que nunca se terminan de agradecer. Bendita seas, Faviana, María Antonia, mujer, benditas sean las leches que me diste...

La luz que, pretendidamente, se apagó con la tormenta de mi nacimiento, consistía en una tímida vela, tal vez un candil o un farol, y hasta puede que una simple luminaria de brezo, que las había, aunque éstas tenían la virtud de lo barato y, consecuentemente,  el defecto de ser pobres de presencia, pobres de duración, pobres de espíritu, más pobres incluso que las casas que tenían que alumbrar, que supuestamente alumbraban.
Pero justo es decir que, valiéndose de algunas de esas luces, y no de las del día, mis ojos aprendieron a leer a la entrañable edad de tres años. Cuatro o cinco después, esperando la luz de promisión con la impaciencia de un deseo ferviente, mi familia fijó todos sus ojos, que eran muchos -aunque algunos no contaban-, en una especie de pera de cristal, de la cual se decían maravillas: “Alumbra mucho, sí, ahora ya puedes leer aunque no sepas”.

Aquellos latigazos fundacionales, zis-zas, zis-zás, que iban y venían sin acabar de encender el filamento del artilugio,  los tengo en la memoria con más intensidad que la que puede transmitir una bombilla de veinticinco, incluso de veinticinco de diciembre; bombilla que, a mi modo de ver, se hubiera sostenido en el espacio con sólo las miradas de los hipnotizados espectadores, sin necesidad del casquillo de baquelita -o de lo que fuera realmente el casquillo-,  ni de aquel cable trenzado que colgaba de una tarde gastada y expectante que, envuelta en el misterio, iba por sus pasos hacia una noche de gloria: “Hágase la luz”...

Y la luz apareció de repente, ya para quedarse con nosotros. Y los ojos contemplaron el milagro de la iluminación que relegaba el farol a las tinieblas exteriores, más allá de los trastos inservibles, más allá de la cuadra de las vacas y los cerdos, más allá del corral de las gallinas, a la calle desnuda, a los campos oscuros e insondables, a la espesura infinita y misteriosa...

Algún tiempo después, que tampoco requiere una excesiva precisión, pero que puedo precisar si es necesario, mis padres se trasladaron a Muelas de los Caballeros. Ello conllevaba las molestias inherentes a una nueva vida: nueva casa,  nuevas amistades, nuevos horizontes, nueva escuela... Escuela que, por cierto, yo pisé muy poco, y no por su  suelo irregular, hecho con madera a medias curas, sino porque fui devuelto a Justel, como las cartas que no encuentran destino. Debo decir en este punto que mi padre, tozudo en sus propósitos, no cejó en el empeño de mejorar mi educación elemental hasta verme enrolado en Quintanilla, a sólo dos kilómetros de Justel, ocho de Muelas, donde impartía sus clases don Ignacio Cilleros Bueno, “maestro donde los haya”, según el veredicto general, por nadie desautorizado ni discutido.

Era tanto el influjo que ejercía don Ignacio sobre la gente que, mi padre, en atención a sus consejos, no dudó en privarme de los anchos beneficios de la lectura: “No hay tu tía, Daniel, o le quitas los libros o el niño se repasa”. ¿Se repasa? ¿De dónde sacaría don Ignacio tan sorprendente diagnóstico y por qué aplicar en mí aquel drástico antídoto, siendo yo tan sano y tan alegre y andando tan ajeno a los asuntos de caballerías, salvo algunos muy privados que apuntaban a una yegua rojiza con un potrillo salvaje? ¿Suponía el maestro, quizás, que mi vida se iba a anclar en los libros? Pero, señor, si sólo leía a ratitos por la noche...

Además de maestro de una pieza, honorable y probo, de lo cual no hay rastro de duda,  en ese punto preciso y prescolar, don Ignacio hizo de Ama y de Sobrina, tanto como de Cura y de Barbero. Debo añadir que con un éxito rotundo, ciertamente, ya que el placer de la lectura no volvió a metérseme en el alma ni siquiera con el advenimiento de la electricidad, que hizo a muchos ojos lectores. A propósito, la electricidad, en un momento preciso de ese tiempo de luces en el que las tradicionales agonizaban, lo que me hizo ser de veras fue dibujante de gatos y de trébedes y de fuegos que acababan entonando  los rincones más helados de la cocina, donde estaba la masera del pan.  Lástima que no conserve las muestras.

Pero el camino que mis padres pretendían para mí, no se limitaba a las escuelas de estos pueblos, sino que, antes o después, iba a trascenderlas con preces. De ahí que en el año 1960, con el guarismo 334 bordado en cada una de las prendas obligatorias de mi vestuario, yo me viera ingresando en la Fundación Virgen del Camino de los Padres Dominicos, es decir, en un Colegio Apostólico que, a cinco kilómetros de León, tenía la Orden de Predicadores. ¿Iba, pues,  para fraile? De momento estaba oyendo campanas: las de aquella torre esbelta de hormigón que el insigne arquitecto don Francisco Coello de Portugal, OP, había hecho apuntar a las alturas. Gloria in excelsis Deo, parecían exclamar, con éxtasis fervoroso,  los bronces de José María Subirachs, desde la fachada principal del Santuario. Ese fue el momento en el que yo, ave de aires libres, enfilé los corredores de la disciplina, que es otro aspecto del mundo, donde estaban los silencios, las palabras, la meditación, la música, los deportes y los libros.

Cuando se trata de estudiar y, por desgracia,  no se tienen los medios económicos oportunos, sino sólo una voluntad imaginativa, las argucias de un padre pueden ser coincidentes con los caminos de Dios, a quien no hay dios que suspenda por escribir con los renglones torcidos. Máxime en caminos señalados en los que se interpone nominalmente La Virgen. El tiempo hablaría por su boca, como siempre; pero, en todo caso, y dijera lo que dijera, jamás le quitaría las razones a mi padre, y mucho menos los méritos. Él y yo sabemos que, por mí, hizo mucho más de lo que pudo.

22-11-2002

Muelas de los Caballeros, Plaza de Matalera. Foto M. Estrada, tomada desde casa.

Mariano Estrada www.mestrada.net Paisajes Literarios

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