Foto tomada entre las poblaciones de Tátbena (Marina Baixa) y Castell de Castells (Marina Alta), ambas de Alicante.
Desde la flor del almendro, 1995
Prólogo
En las
breves líneas que ilustran la solapa de mi último libro publicado, Azumbres de la noche, manifiesto que fue escrito donde tiene su aposento la luz,
entre las brisas salobres de este undoso Mar llamado Mediterráneo. Lo que
entonces no sabía es que el Mediterráneo lo llevaba yo dentro, al menos en
alguna de sus formas o interpretaciones. Lo supe al esbozar otro libro: el que
ahora está en tus manos, lector, pues aparte de la luz o el mar, tan tópicos
como ineludibles (tan propicios, por tanto, para la impregnación, la
subyugación e incluso la dulía), aparte de "esas cosas", digo, se
deja ver el paisaje: ese que yo he aprendido a amar en los 21 últimos años de
mi vida: pinos y palmeras, hortales y collados, regatones, trochas,
cambroneras... Y especialmente el almendro, con su tronco de vieja soledad, con
su flor de luna.
Ni que decir
tiene que el paisaje de mi niñez, tan otro, tan distinto, queda preservado
amorosamente en los claros sin tacha de mi alma. Frente a él, y a pesar de tan
honda caladura, el mediterráneo es un beso reciente. No se excluyen, no
obstante; quizás se complementan; los dos habitan en mí de una forma civilizada
y enriquecedora. Eso sí, me duelen ambos porque ambos corren peligro: uno por
obligadas incurias, otro por excesivos hormigones.
Y entre estos
dos azúcares de amor, yo, amante pródigo, confieso que un paisaje de almendros
-especialmente en un lugar adecuado, como lo son ciertos valles de las Marinas
(Alicante)-, es de tal belleza que a mí me arrastra a las fimbrias nebulosas de
la realidad o íntima frontera del ensueño. Es decir, me deja boquiabierto, desverbado, humildemente desnudo.
Lo penoso es
pensar que sobre estos enclaves milenarios, cargados ya de lastres insufribles,
pero bellos aún, pueda alzarse una sentencia última de mutilación o varias más
sutiles de velada muerte. Por lo cual, desde esa flor dulce de luna, cárdena o
albina, con toda la belleza subsidiaria del paisaje, yo vindico el almendro no
solo como exaltación de un pasado, sino también y, sobre todo, como parte
inexcusable de nuestro destino.
Te
puedo dar la flor de mi patricia sangre
en
cálices abiertos a la vida.
Pero sé
que los posos son amargos,
que las
penas emergen
de muy
profundas lunas
y la
savia discurre
hacia
endocarpios últimos y viejos…
Fragmento del
poema que le da título al libro
Mariano Estrada, del libro Desde la flor del almendro (1995)
Mariano Estrada, del libro Desde la flor del almendro (1995)
Nota de 2016: quien conozca esta zona sabrá perfectamente lo
mucho que ha cambiado desde entonces.
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