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lunes, 28 de noviembre de 2016

Desde la flor del almendro, 1995


Foto tomada entre las poblaciones de Tátbena (Marina Baixa) y Castell de Castells (Marina Alta), ambas de Alicante.


Desde la flor del almendro, 1995

Prólogo

     En las breves líneas que ilustran la solapa de mi último libro publicado, Azumbres de la noche, manifiesto que fue escrito donde tiene su aposento la luz, entre las brisas salobres de este undoso Mar llamado Mediterráneo. Lo que entonces no sabía es que el Mediterráneo lo llevaba yo dentro, al menos en alguna de sus formas o interpretaciones. Lo supe al esbozar otro libro: el que ahora está en tus manos, lector, pues aparte de la luz o el mar, tan tópicos como ineludibles (tan propicios, por tanto, para la impregnación, la subyugación e incluso la dulía), aparte de "esas cosas", digo, se deja ver el paisaje: ese que yo he aprendido a amar en los 21 últimos años de mi vida: pinos y palmeras, hortales y collados, regatones, trochas, cambroneras... Y especialmente el almendro, con su tronco de vieja soledad, con su flor de luna.
   Ni que decir tiene que el paisaje de mi niñez, tan otro, tan distinto, queda preservado amorosamente en los claros sin tacha de mi alma. Frente a él, y a pesar de tan honda caladura, el mediterráneo es un beso reciente. No se excluyen, no obstante; quizás se complementan; los dos habitan en mí de una forma civilizada y enriquecedora. Eso sí, me duelen ambos porque ambos corren peligro: uno por obligadas incurias, otro por excesivos hormigones.
   Y entre estos dos azúcares de amor, yo, amante pródigo, confieso que un paisaje de almendros -especialmente en un lugar adecuado, como lo son ciertos valles de las Marinas (Alicante)-, es de tal belleza que a mí me arrastra a las fimbrias nebulosas de la realidad o íntima frontera del ensueño. Es decir, me deja boquiabierto, desverbado, humildemente desnudo.
   Lo penoso es pensar que sobre estos enclaves milenarios, cargados ya de lastres insufribles, pero bellos aún, pueda alzarse una sentencia última de mutilación o varias más sutiles de velada muerte. Por lo cual, desde esa flor dulce de luna, cárdena o albina, con toda la belleza subsidiaria del paisaje, yo vindico el almendro no solo como exaltación de un pasado, sino también y, sobre todo, como parte inexcusable de nuestro destino.

Te puedo dar la flor de mi patricia sangre
en cálices abiertos a la vida.
Pero sé que los posos son amargos,
que las penas emergen
de muy profundas lunas
y la savia discurre
hacia endocarpios últimos y viejos…
                                       Fragmento del poema que le da título al libro

 Mariano Estrada, del libro Desde la flor del almendro (1995)

Nota de 2016: quien conozca esta zona sabrá perfectamente lo mucho que ha cambiado desde entonces.

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